54 años de la mejor promoción turística para Puerto Rico
El día que una delegación de nuestra ciudad cortó el tráfico frente al Obelisco de Buenos Aires
El 12 de abril 1969 una travesía histórica se iniciaba en Puerto Rico. Su capitán terrestre, Abdon Vier, se había propuesto hacer conocer las bondades de la tierra colorada. 27 personas, 60 animales, 17 días de viaje, 2 horas cortando el tránsito en el obelisco y la noticia colmando las redacciones de los diarios metropolitanos, Misiones hacía su irrupción formal en el mundo.
Con lo salvaje y lo romántico, con lo rubio y lo aborigen, con animales y productos agrícolas, con la pasión de un hombre que creía que lo autóctono se debía imponer por sobre lo foráneo, la caravana a Buenos Aires fue concretada, aunque con dificultades, en sus objetivos principales.
Dice Abdon Vier que cuando él era joven acarreaba rollos con bueyes, y que inconscientemente esa actividad fue el inicio de una aventura nunca antes realizada en Argentina. “Entonces me dije que un día iba a hacer conocer Misiones –asegura que se propuso-, que no es una provincia donde sólo hay indios y víboras. Por eso en el año 66 empecé a trabajar en la gira y en el año 69 pude concretarla”.
El objetivo principal era hacer conocer Misiones, mostrar una provincia que en muchos aspectos era única en la República Argentina: lo guaraní, la selva, lo puro, la naturaleza, todo lo que todavía no había sido tocado por la economía agroexportadora.
El gobierno provincial de aquellos años oscuros daría el visto bueno a este emprendimiento, pero no le otorgaría un apoyo económico, a pesar de que la campaña propagandística afectaría a todo el territorio misionero. Así, el proyecto se perfiló como una iniciativa privada en la que Vier invertiría sus más preciados bienes, y a la que muchos colonos del centro de la provincia ayudarían a financiar. Eso sí, aunque los cálculos eran siempre positivos, Abdon Vier supo desde el principio el riesgo al que se estaba exponiendo: “Si la Caravana no funciona me hundo”, dijo, en la que fue una de las declaraciones más contundentes de aquel abril del 69.
Mientras tanto nacía una idea, la de una caravana bajando hacia Buenos Aires, y una ilusión, la de exponer a Misiones en la vidriera argentina de mayor importancia. Pero sobre todo, se concebía una visión de futuro: el turismo como una actividad que podría convertirse en generadora de recursos económicos.
Más de un año le levó a Abdon conseguir los ejemplares más representativos de la flora y fauna misioneras. Entre las 60 especies de animales que viajaron a Buenos Aires se destacaban una colección de más de 100 mariposas disecadas, varias especies de víboras, osos hormiguero, jabalíes, coatíes, carpinchos, tatetos, monos, venados, un gato onza, un oso hormiguero, un erizo y un yaguareté.
La atracción principal estaba en manos de un tronco de cañafístola –entre nosotros, Ivirapitá- de 12 metros de circunferencia, ahuecado como consecuencia de un proceso natural de putrefacción. Además de ser una muestra de potencialidades naturales, en el tronco fue instalado el escudo de la Provincia de Misiones.
Dado que la Caravana no sólo se proponía mostrar aspectos de la naturaleza de Misiones, una pareja de aborígenes guaraníes se embarcó como símbolo del sistema de creencias autóctono. A su vez, una orquesta de prestigiosos músicos viajó para dar testimonio de algunos de los rasgos musicales vernáculos. De la misma manera, Ana María Graf –de tan sólo 18 años- sumaría su canto y su guitarra para contribuir con la recreación de la cultura misionera.
Dos casas rodantes, cinco camiones, una camioneta y un automóvil, la Caravana a Buenos Aires implicó la sucesión de los más impensados inconvenientes, desde el cacique guaraní tratando de escaparse del mundanal ruido hasta defraudaciones burocráticas. En todas tomaría parte el Capitán Terrestre, sin claudicar nunca en su sueño de la exposición misionera. “Sufrimos mucho”, dice hoy Abdon Vier, y consciente de su credibilidad, agrega: “Porque no es fácil. No creo que otro loco haya hecho algo semejante”.
En la última semana de abril de 1969 la Caravana misionera llegó a Buenos Aires, estableciéndose en los terrenos de la ex Penitenciaría Nacional, entre la avenida Las Heras y la calle Zuviría. Pero cuando la Exposición estaba a punto de ser concretada, un funcionario de la entonces Capital Federal ordenó la desintegración de la delegación de interior que tan alarmantemente había ingresado en la ciudad.
Si no acataban, irían a prisión, y los animales serían secuestrados y llevados al zoológico. La prepotencia en el trato y la aparición de la palabra “intrusos” en la orden de desalojo bastó para alimentar la certeza de un naufragio inminente.
Sin opciones ante la coacción de las fuerzas de seguridad, significativas en esos momentos de gobierno militar con Onganía a la cabeza, los integrantes de la Caravana recogieron sus cosas y volvieron a acomodar a los animales en los camiones. Furioso, pero sobre todo herido, Abdon Vier declaró a un diario porteño: “Somos misioneros pero sobre todo argentinos. No entiendo por qué nos tratan así”.
Con la amenaza de perder todas sus cosas y de pasar 30 días –y quién sabe cuántos más- encarcelado, el Capitán Terrestre indicó el rumbo y la delegación toda orientó el timón hacia la más vistosa de las vidrieras argentinas. Tomaron por la Avenida Las Heras y después por Montevideo, hasta que llegaron a la tradicional calle Corrientes, la que los dejaría en el ombligo argentino.
Los misioneros irrumpían, de esa manera, en el orden porteño, y sin proponérselo, se constituían en una original exposición mundial. Como escribió un corresponsal de El Territorio, “todos los medios de difusión capitalinos captaban las escenas” que iba produciendo el contacto de Misiones con los habitantes porteños. Los peatones se detenían en las veredas para contemplar esa postal cinematográfica, y los autos tocaban bocinas entre curiosos y alarmados. “Por suerte –recuerda hoy Alberto Prestes, uno de los principales trabajadores de la Caravana- teníamos el apoyo de toda la gente y del periodismo”.
Así las cosas, en el atardecer del 29 de abril de 1969 la Caravana misionera se instalaba en las inmediaciones del obelisco. “Había que hacer justicia”, dice hoy Abdon Vier, “porque no era justo que nos desalojaran del lugar que nos habían prometido”.
Una vez estacionados en la Plaza de la República, Abdon Vier desparramó los camiones por la 9 de Julio, y ordenó a los choferes que se mezclaran con la multitud. La Policía Federal no supo con exactitud cómo proceder, más allá de demostrar la disponibilidad a utilizar sus armas de guerras. Las discusiones se entablaron entre misioneros y oficiales: los unos no estaban dispuestos a ceder, los otros pretendían hablar con las autoridades municipales. “¿Es que hay que hacer radicación para llegar a Buenos Aires?”, se preguntaba Vier en un último arrebato de ironía.
La gente que se había acercado a observar a los animales y al gran tronco aclamaba para que los dejaran en libertad, a la vez que miles de automovilistas no se ponían de acuerdo para tocar sus bocinas y pedir a gritos que se reconstruyera el normal transcurso del tránsito. Para acompañar la presencia misionera la orquesta empezaba a tocar canciones folklóricas, Ana María Graf agarraba su guitarra mientras los tigres gruñían su desconcierto: un extraño ambiente híbrido, a medio camino entre la imponente ciudad con su ritmo escandaloso y la apacibilidad de la selva misionera.
Mientras los oxidados hilos políticos se ponían en funcionamiento, la atmósfera que rodeó al Obelisco se volvió grisácea con el fin del atardecer y apesadumbrada con la tensión generalizada. Las versiones sobre un final negro para la Caravana, junto a la imposibilidad de acercarse a los funcionarios como en los pueblos del interior, acentuaron la angustia y el descreimiento por una resolución positiva. Un matutino remarcó al día siguiente que a pesar de su fortaleza germana, “Vier no había podido contener las lágrimas”. Y el Capitán Terrestre hoy no lo niega: fue como si hubiera estado ante una tormenta fulminante en altamar, esas situaciones marítimas en las que se siente perdido el rumbo.
Finalmente, una solución a medias resolvió el entuerto: mientras se resolvían las cuestiones legales, la Intendencia les otorgaría un terreno en Costanera y Pampa. La Caravana reorientó el rumbo, aunque esta vez con una serie de consecuencias cargando a las espaldas: la irrupción en una gran ciudad latinoamericana, más de 10000 autos detenidos en la avenida más ancha del mundo, el asombro de miles de personas, el desconcierto de las autoridades y el símbolo porteño arrebatado.
Sin alternativas y con la amenaza de una lluvia inminente, se dirigieron a Nuñez, hacia la cabecera norte del Aeroparque Metropolitano. En cuanto desembarcaran, restaría esperar unos días para que el permiso fuera confirmado. Mientras tanto podrían acomodar los animales y prepararlos para exhibirlos a la gente que iría llegando en cantidades considerables. Pero Recién una semana después, cuando llegara la habilitación, podrían pensar en desplegar la Exposición en todo su esplendor.
Poder proyectar, quizás, las películas, llevar a cabo el teatro para niños (en manos de Fausto Zulliani), hacer exhibiciones con motos sobre el gran tronco, reproducir música folklórica. Es decir el montaje de un pequeño mundo cultural y natural que lograra certificar la presencia misionera en Buenos Aires y en el mundo.
Mientras esperaban el permiso no podrían pensar en cobrar entrada ni disminuir los gastos de todos los días. Aunque lo importante era que miles de personas conocían las bondades misioneras, las demás cuestiones iban en decadencia: las pérdidas habían sido considerables y los ánimos y las emociones ya no tenían la intensidad del primer día. Por si fuera poco, la lluvia constante amenazaba con convertirse en una fuerte tormenta y encontrarlos solos en una ciudad fría y desconocida.
De Puerto Rico al obelisco, de Misiones al mundo, de la periferia al centro, de la más pura ilusión a la certeza de las cosas concretadas, Abdon Vier logró realizar la Caravana a Buenos Aires. Como aquellos que dan todo por lo que creen, creyó en una idea que nacía del trabajo diario; como aquellos que se largan aguas abajo en el rubor de su sueño concretándose, formó una delegación de 27 personas; como aquellos que no se desvanecen ante los dedos marcando la locura, se subió a la ardua tarea de capitanear un grupo heterogéneo de personas y animales; como esos capitanes que pudiendo salvarse deciden hundirse cuando sus barcos naufragan, se hundió en un proyecto económicamente adverso; como aquellos recuerdos que no sabemos si realmente ocurrieron o si son producto de nuestros sueños, se apropió del obelisco en la búsqueda y el reclamo de lo que él creía justo.
Y puso el grito en el cielo, y dijo Misiones es parte de Argentina. Y aunque la sociedad ha cambiado y las distancias acortado a partir del auge de las telecomunicaciones, la Caravana del 69 fue pionera en esto de ver al turismo como una alternativa económica.
Por más que la memoria acostumbre a jugarnos malas pasadas y solamos olvidar lo importante en manos de lo insignificante, y aunque sólo vivamos un presente continuo con vejaciones al espíritu, sí es cierto que un día un hombre juntó animales y los llevó a la Capital Federal en la ilusión de que Misiones fuera lo que es, es decir “mucho más que cataratas y selva impenetrable, y mucho más que indios y víboras”: una provincia que debía ser considerada argentina.
Por Kevin Morawicki para El Territorio
Fuente Somos Puerto Rico